Noventa y siete, noventa y ocho, noventa y nueve. ¡Cien!
¡Punto y coma, el que no se escondió se embroma! Despegué mi cabeza del brazo
apoyado en la fría pared de cemento del patio de Doña Cata. Miré alrededor
esperando encontrar algún fugitivo. Dani fue el primero en asomar su rubia
cabeza detrás de la puerta de entrada; la ansiedad siempre le había jugado en
contra cuando jugábamos a las
escondidas.
Nuestros encuentros era lo mejor de las visitas a los
parientes del barrio. Mientras mamá destejía los chimentos junto con la lana y
la tía Negra armaba la madeja de comentarios, yo me juntaba con los chicos de
la cuadra. Nos quedábamos en el enorme patio lleno de plantas y macetones de
colores
Campeona indiscutible de rayuela, inventora de trucos con el
elástico, mis rodillas estaban tatuadas con las baldosas de la vereda. Las uñas
sucias por la payana y el pelo revuelto de pura vida de niña.
Esa tarde era distinta, un nuevo integrante se había
acoplado a nuestras competencias de habilidades. El primo de Dani había llegado
de visita con aires de superado, zapatillas nuevas y un enorme reloj Seiko en
su muñeca (ninguno de nosotros usaba reloj, eso era solo para los mayores). Con
aire de autoridad desafiante dijo: “ustedes juegan mal a las escondidas, tienen
que tocar al que encuentran, no vale con gritar desde lejos, juegan como
nenitos.”
Mis orgullosos diez años de edad se sintieron heridos.
¿Nenita yo? Nenita se les dice a las cobardes, a las que se preocupan más por
sus zapatitos de charol que por ganar una buena carrera. Nenita sonaba a sos
poca cosa. Y yo era la campeona del grupo, no una nenita.
Noventa y siete, noventa y ocho, noventa y nueve… ¡Cien!
Grité para que se oyera en todo el barrio que estaba lista para la cacería.
Dani, Nancy, Laurita y Gaby ya habían sido encontrados. Uno a uno los fui descubriendo,
solo faltaba el señor Seiko a quien iba a demostrarle quién seguía siendo la
campeona.
No estaba en el patio, creí que habría ido a la calle y me
disponía a salir cuando una sombra apareció en la ventana de la habitación del
fondo. El corazón se aceleró. ¿Cómo ir a buscarlo sin tener que entrar allí? La
enorme puerta de madera de doble hoja había sido abierta y su oscuro interior
parecía invadir nuestro patio de juegos. No sé si era mi miedo, mi angustia, la
sensación de que se había cometido un sacrilegio, pero podría jurar que la
habitación respiraba tan agitadamente como yo.
Comencé a acercarme despacio, los chicos me agarraban de la ropa y me
pedían que no fuera, que lo dejara. Pero mi orgullo herido batallaba en mi
interior con el pánico que me generaba la habitación del fondo. Vi brillar el
reloj dentro, indudablemente el grandulón estaba allí, sin saber que estaba
entrando en la última morada de toda nuestra familia.
Puse un pie en el piso de madera crujiente, las sillas aún
estaban colocadas en círculo alrededor de donde siempre se ponía el cajón con
el difunto. El frío me hizo contener la respiración y cada paso que daba
retumbaba en mis caderas. La puerta se cerró, sola… Un olor penetrante a
claveles invadió mi nariz, me arrancó lágrimas y nubló mis ojos. Todos los
lamentos, todos los quejidos, todos los rezos y letanías me aturdieron.
Noventa y nueve y cien… escucho que alguien dice desde el
patio. Y por la ventana los veo jugar, siguen corriendo con el señor Seiko que
me mira de lejos y sonríe con maldad.
Ay, por favor! se me pusieron los pelos de punta!
ResponderBorrarmuy buen cuento de terror, Seiko era manipulador.
Besos a Miranda.
Hola Hada. ¡Gracias! La niñez está llena de historias aterradoras que tal vez solo habitaron en nuestra imaginación y la vida está llena de "Seikos". Beso grande
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