El Plan Perfecto
La planificación empezó desde el
día en que el doctor dijera - ¡es una nena! A partir de allí, mi madre se
dedicó a enseñarme todo lo que debía saber una mujer: Vestir de rosa, el pelo
siempre arreglado, las tareas domésticas, aprender a ser una mamá practicando
con muñecas.
No sé si el problema empezó
cuando me parecía más divertido jugar a los detectives o a la pelota que vestir
a bebés de plástico. Lo cierto es que, de todos modos, el plan se plantó en mi
cerebro con mucha eficacia, por lo que a partir de los doce años,
aproximadamente, mi objetivo único, fundamental, imperioso y determinante fue
CONSEGUIR UN NOVIO.
Las novelas de la tele me daban
pistas. Tendría que ser una sirvienta en casa de alguna familia adinerada con
un hijo soltero. Mantenerme virgen e impoluta hasta que el joven heredero se
cansara de salir con todas sus pretendientes hermosas, millonarias y malvadas y
entonces me vería, se enamoraría y ¡listo! Matrimonio asegurado.
Claro que no me entusiasmaba
mucho eso de ser sirvienta; además yo no había nacido en el campo como todas
las protagonistas, ni era huérfana, por lo que ese guion mucho no me cuadraba.
Ya había descartado lo de
pincharme el dedo con un huso (nadie usaba eso en el siglo XX). No conocí a
ningún enano, por lo que conseguir siete era prácticamente imposible. Mi
hermana se asemejaba bastante a una hermanastra bruja, me mandaba a hacer sus
tareas, pero lo más parecido a una gran fiesta era el cumpleaños de mi tía Nina
y los invitados eran primos de mi edad que lo único que tenían de príncipes era
la P de pubertad. (Ya sé, pensaron que iba a poner pelotudo, pero esa palabra
no corresponde).
Para mi desgracia, me mandaron a
un colegio de monjas. ¡Sí, de monjas! Escuela de señoritas. Tooodas mujeres.
Los profesores eran tan viejos como mi papá. No había chicos, ni uno. De hecho,
era difícil conseguirlos para los cumpleaños de quince, por lo que rogábamos
que alguno apareciera colado en la fiesta.
Había que seguir con el plan, al
fin y al cabo había nacido nena y si no pretendía convertirme en Sor Silvia,
debía encontrar una solución a la escases de consorte que ya me estaba
preocupando.
Pensarán que lo mío era un tema
de exigencia, que ninguno me venía bien- No, no. Se equivocan. Simplemente no
había novio posible.
Todos los sábados preparábamos el
anzuelo con polleras cortas y tacos agujas y con mis amigas salíamos a bailar.
Alguna volvían con su presa; yo, espantaba borrachos que corrían a mis brazos
cuando comenzaban los lentos.
Debo confesar que me creí desahuciada…
Diecisiete años, dieciocho, veinte… y nada. Uno que otro filito, como les decía
mi mamá, pero no pasaban la prueba de tolerancia.
Hasta que llegó el indicado.
Bueno y trabajador, como estaba planificado y grabado a fuego desde la cuna.
Educado, de buena familia (hasta que conocí a mi suegra, pero esa es otra
historia).
Mamá feliz, papá resignado pero
aceptando; hermana contenta con cuñado, sobrinos con nuevo tío y yo por fin
sería igual que mis amigas: “casada y lista para comer perdices el resto de mi
vida”
Vestido blanco, alfombra roja,
iglesia llena. Fiesta con parientes y amigos. Vals con papá y tíos. Regalos
elegidos y otros inútiles.
Claro que nadie te cuenta cómo sigue el cuento después
de la boda. Estuve por denunciar a una revista para padres que decía que los
partos no eran dolorosos. Mis amorosos angelitos no me dejaron dormir durante
tres largos años. Me convertí en la antítesis de la moda y descubrí que el plan
se estaba cumpliendo con ciertas modificaciones: Me pinché varias veces con sus
dientes (no un huso). Mis niños y sus amigos eran peores que enanos con
martillos y yo me convertí en una madrastra gritona con mis propios hijos.
Ah, pero eso sí. El plan se había
cumplido… Bueno, hasta que el príncipe consorte se levantó un día y me comunicó
que no quería seguir en el palacio.
¿Y ahora? No había plan B; no me
habían entrenado para eso con las muñecas.
Por suerte había jugado a muchas
otras cosas. Había aprendido a trepar árboles y ser intrépida, a inventar
juegos, a pelear por lo que quería. Así que cambiamos el plan. No esperé que
nadie más viniera a ver si encajaba en el zapato de cristal. Me compro mis
propios zapatos y sigo sin plan para evitar más fracasos.